No buscaba a nadie y te vi

Un cuento.

La Universidad de San Martín perdió 0-1 ante un combinado improvisado de la Frulli en el último partido de la temporada y se fue al descenso, algo que ya lo merodeaba hace varios años y sin embargo nadie nunca está preparado para perder algo de forma abrupta, menos la categoría.

La fiesta preparada para festejar la permanencia –otra de esas decisiones cuestionables que se tomaron en los meses previos en una cadena de inevitabilidad para un equipo ya de por sí desahuciado– se llevó a cabo igualmente en la calle con el nombre de las flores, una tarde de lluvia allá afuera, bajo una inmensa lona, la más grande que se vio en esos años. El festejo fue, como se esperaba, más salvaje, más bruto. Más excesivo, si cabe. Fluían las botellas de alcohol y de cerveza, la comida preparada para algo que no había pasado, los chicharrones, las frituras, las papas y los cacahuates, los vasos rojos y los vasos ¿verdes? con combinaciones preparadas casi molecularmente para el disfrute de los que jugaron y de los que no, de los que se prestaron en cada fecha al arte de la goleada en contra y aún así asistieron puntuales a su fusilamiento de cada sábado, de cada miércoles cuando había que reponer partido, calzarse primero la camiseta roja y luego el short rojo y por último, porque apretaban siempre, las medias bien altas, rojas también, todas de tonos diferentes luego de lavadoras y lavaderos, pero siempre puntuales para el gol tempranero, para la jugada que nunca se completaba bien, para –ay– el autogol de vez en cuando.

La música bien alta, las risas sueltas después de unas horas y de unas cañas, la lluvia que cedía, el olvido de las razones de aquella reunión ruidosa, monumental, el peso de la derrota vaciado sobre las botellas que no dejaban de aparecerse, nuevas, renovadas, límpidas, cuando alguna se quedaba vacía, nunca por mucho tiempo, el peso liberado después de aquella canción, cuando comenzaron a llegar más personas, algunas más jóvenes, algunas menos, pero ningún colado, toda gente que conocía a otra gente ahí mismo, en aquel patio que parecía eterno pero no lo era, eso lo recuerda bien Arizmendi. Vio a mucha gente cuando llegó, muy tarde pensaba, quizá al final para nada más tomarse un vaso y despedirse rápido, había tenido que hacer unos encargos después del partido y, así enlodado, se había subido al auto y había enfilado al trabajo. Pero aquello parecía ser apenas el inicio, si la comida bullía y no había vasos en el suelo, es más, los demás parecían más frescos que nunca, nadie estaba empapado como él, nadie le ofreció una camisa extra cuando se sentó en una de las sillas del borde, de las pegadas a la pared, donde dejó su mochila, pesada, no recordaba ya por qué.

Poco después de llegar llegó también el sol. Había vecinos molestos, pero nadie se atrevía a pedirles nada. Había más botellas que antes y un nuevo encargo de fritura se sirvió abundantemente en platos como fuentes para el disfrute de todos, eso lo recuerda Arizmendi. Recuerda un sol intenso, que se colaba muy poco debajo de esa lona altísima, ahora lo piensa, esa lona como techo de auditorio, bien arriba, allá lejos. Por eso la música, que a veces dejaba de sonar pero siempre se reponía, afinaba tan bien ahí con ellos, ahí con ellas, ahí con todos, cuánta gente, pronto empezó a encontrarse a primos queridos, luego a excompañeros del colegio y al final, a sus propios colegas que horas antes lo habían visto llegar con short y camiseta deportiva al trabajo y ahora celebraban no sé qué, si es una fiesta es porque estamos celebrando algo, le dijeron, salud y felicidades, mientras se abría la puerta de la entrada otra vez.

Arizmendi vio al amor de su vida –eso pensaba de más joven, cuando la U de Sanma peleaba por campeonatos– y luego al amor de su vida –de cuando viajó al extranjero y descubrió que hay vidas que se viven un fin de semana y luego se abandonan para siempre– y, en un momento dado, tarde ya era pero la fiesta seguía tan o más animada como al principio, la vio a ella. La rubia era su hermana, eso recuerda bien Arizmendi. Quiso preguntarle si lo había visto, si estaba en la fiesta, si era posible un encuentro fortuito. La hermana no necesitó ser cuestionada, conocía las palabras que se le juntaban en la cara al muchacho de la U. Vendrá.

Llegó pronto después de aquello, cuando la música volvió a tomarse un descanso, cuando las voces lo cubrían todo al interior de la lona. Entró por el zaguán negro, como recordaba Arizmendi, con un traje que anunciaba que venía de otras fiestas, de otros amigos, de otra vida. Hablaron sobre el clima y sobre una ciudad que ambos habían conocido de más chicos, sobre el sabor de la comida incluso en la derrota y sobre los cacahuates con o sin cáscara y sobre nada más. Después se despidió de Arizmendi. No aceptó el vaso que le ofrecían, rebosante de gin, ni saludó a su hermana. Dejó una bolsa de frituras en la mesa y partió por donde había arribado.

La música se reanudó. Llegaron más botellas, más comida, más personas. Arizmendi se tomó su tiempo y luego se puso la maleta con la que había llegado, salió por el mismo zaguán negro y vio la calle de su infancia frente a sí, bajo el calor de la primavera. Enfiló hacia la esquina, eso lo recuerda muy bien, por donde pasaba siempre, en aquellos años, el autobús que lo llevaría lejos de ahí. No dio ni 10 pasos, porque Arizmendi recuerda muy bien que, antes de ver a la hermana rubia, entendió que aquello era un sueño, un sueño largo, que habían empezado hacía mucho, en otra noche diferente a la que había pasado.

Después, Arizmendi confesaría que se fue sin despedirse, que salió al aire y al sol porque le parecía el mejor final para aquella película. Siempre es mejor el cuarto de al lado que la fiesta, aseguró, incluso si el cuarto de al lado es la calle misma. Todo había comenzado un jueves bien tarde cuando se fue a dormir preocupado por banalidades y despertó después de haber vivido una vida medio mísera pero a veces gloriosa. El despertador sonaría más tarde, pero él ya había tomado una decisión. Salió a buscarlo. Sabía, por ahora, que aquel muchacho de ojos claros y pelo revuelto tenía una hermana rubia. Del resto se encargaría Arizmendi.

Autor: Manuel González V.

Periodista mexicano. 27 años. Infobae México desde 2019. Antes: Agencia Alemana de Prensa (dpa, 2017-2019); El País América (2016); Cultura Colectiva (2016). Colaborador en Hinchaditxs, Yaconic, Operación Marte.

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